domingo, 12 de julio de 2020

Sobre "Sofía crece"

     Hace diez años escribí una historia sin pretensiones, una forma de exteriorizar una fantasía: la de una adolescente espiando a un señor mientras éste hace pipí en un parque.

Era una cosa sencilla, mostrando la caricatura de una chavala un poco tonta e inocente. A la gente le gustó y recibió buenos comentarios.
Excepto uno.
Ese tío se despachó a gusto, sacando a relucir todos y cada uno de los errores y fallos. Tenía razón en casi todo, aunque creo que él se lo tomó demasiado a pecho, olvidando que era una fantasía sin pretensiones en una web de pajilleros.
Yo ignoré el comentario e incluso hice un segundo capitulo acentuando aún más los "errores" a propósito,  magnificando la caricatura del personaje de Sofía.
Aún así, siempre tuve la espinita clavada sobre una cosa que dijo ese lector: 

«El relato, por lo demás, es previsible, se intuye todo lo que ocurre, y es narrado sin un sentimiento verosímil, casi sin sentimiento, sin ningún trabajo escénico, con ganas de transmitir puramente una idea aséptica o anclada en una visión obsesiva y subjetiva del autor. No merece la pena».

Decidí quitarme esa espina y retomar la historia, pero esta vez hacerla de forma imprevisible por parte del lector, jugando al despiste y creando un trasfondo sentimental a cada personaje, trabajando en los escenarios psicológicos de cada uno de ellos.

Poco a poco la historia está derivando en un thriller con componentes eróticos que me ha sorprendido incluso a mi mismo.

No sé si tendré la energía y la confianza suficiente, pero puede que acabe transformándola en una pequeña noveleta, modificando los dos primeros relatos originales para incluirlos y que no desentonen con el resto de la historia.

Sea como fuere, está claro que en la creación de esta pequeña aventura literaria estoy aprendiendo muchísimo.

K.O.

viernes, 3 de julio de 2020

ANSIA

     Me despierto en mitad de la madrugada. Estoy completamente desnudo, con el rabo amorcillado lamiendo la cara interna del muslo. La pequeña habitación está sobrecargada de olores que mi nariz percibe pero que mi cerebro, abotargado y acostumbrado a ellos veinticuatro horas seguidas aquí encerrado, no los detecta. 
     Calor. Siempre hace calor en esta habitación. El pequeño ventilador es el único lujo que me puedo permitir y el pobrecito está constantemente funcionando; incansable compañero y testigo de mis actos, empleado en la fútil e imposible tarea de refrescar el viciado aire que me rodea.

     Debería salir de aquí, tomar el aire fresco, hablar con la gente, sentir el sol en mi piel. Buscar un trabajo. Está todo patas arriba. La bicicleta olvidada apoyada contra una estantería sobrecargada de libros, libretas, blocs, agendas, cuadernos, folios sueltos, sobres de correo y propaganda, todo más o menos ordenado en un caos junto a centenares de bolígrafos, rotuladores, marcadores de colores fluorescentes, lápices, plumas estilográficas, pinceles de tinta china, de acuarelas y de brocha gorda; grafitos, ceras y acrílicos: el material de dibujo se mezcla con el de oficina y de escritura en un escenario dominado por un caos de portadas, encuadernaciones, revistas, cómics y libros. Siempre libros: enciclopedias, de bolsillo, de tapa dura, rústicos y alguno técnico.

     También andan los sempiternos «de uve des», «blu ráis», «uve hache eses» y vídeo juegos. Pero a esos no los quiero: malos, castigados contra la pared y sin cenar.

     Me levanto de la cama y  mis pies desnudos arrastran la ropa que dejé tirada en el suelo. La pija se bambolea libre, plas, plas, contra los muslos. El ansia vuelve a tirar de mi cuerpo. Un ansia que me devora y no parece estar saciada jamás. Me quito las legañas de los ojos y me rasco la barba de una semana. Mañana (¿hoy?) me afeitaré, por que si no el calor se cebará en mi rostro y estaré todo el puto día rascándome las mejillas. No quiero mirar la hora. Si la miro me asustaré al comprobar que sólo han pasado dos horas desde que me acosté. O puede que hayan sido veinticuatro; tengo los ciclos circadianos hechos un desastre.

     Enciendo el ordenador. Desde que le instalé el SSD he prescindido de la proverbial libreta a los pies de la cama: en diez  segundos ya tengo cargado el Scrivener en la pantalla y el teclado mecánico se ilumina con su feria de de leds RGB. El ruido del tableteo de las teclas Blue Cherry  me reconforta, pero no calman el ansia.

     El ansia me pide que cuente algo: me pide la verdad. 
     Recuerda, realizar esta actividad en condiciones de igualdad requiere un sacrificio.

     Sólo uno: contar la verdad, aunque sea mentira.

     Como decían The Ramones: «Hey, ho!, let’s go!».