Me despierto en mitad de la madrugada. Estoy completamente desnudo, con el rabo amorcillado lamiendo la cara interna del muslo. La pequeña habitación está sobrecargada de olores que mi nariz percibe pero que mi cerebro, abotargado y acostumbrado a ellos veinticuatro horas seguidas aquí encerrado, no los detecta.
Calor. Siempre hace calor en esta habitación. El pequeño ventilador es el único lujo que me puedo permitir y el pobrecito está constantemente funcionando; incansable compañero y testigo de mis actos, empleado en la fútil e imposible tarea de refrescar el viciado aire que me rodea.
Debería salir de aquí, tomar el aire fresco, hablar con la gente, sentir el sol en mi piel. Buscar un trabajo. Está todo patas arriba. La bicicleta olvidada apoyada contra una estantería sobrecargada de libros, libretas, blocs, agendas, cuadernos, folios sueltos, sobres de correo y propaganda, todo más o menos ordenado en un caos junto a centenares de bolígrafos, rotuladores, marcadores de colores fluorescentes, lápices, plumas estilográficas, pinceles de tinta china, de acuarelas y de brocha gorda; grafitos, ceras y acrílicos: el material de dibujo se mezcla con el de oficina y de escritura en un escenario dominado por un caos de portadas, encuadernaciones, revistas, cómics y libros. Siempre libros: enciclopedias, de bolsillo, de tapa dura, rústicos y alguno técnico.
También andan los sempiternos «de uve des», «blu ráis», «uve hache eses» y vídeo juegos. Pero a esos no los quiero: malos, castigados contra la pared y sin cenar.
Me levanto de la cama y mis pies desnudos arrastran la ropa que dejé tirada en el suelo. La pija se bambolea libre, plas, plas, contra los muslos. El ansia vuelve a tirar de mi cuerpo. Un ansia que me devora y no parece estar saciada jamás. Me quito las legañas de los ojos y me rasco la barba de una semana. Mañana (¿hoy?) me afeitaré, por que si no el calor se cebará en mi rostro y estaré todo el puto día rascándome las mejillas. No quiero mirar la hora. Si la miro me asustaré al comprobar que sólo han pasado dos horas desde que me acosté. O puede que hayan sido veinticuatro; tengo los ciclos circadianos hechos un desastre.
Enciendo el ordenador. Desde que le instalé el SSD he prescindido de la proverbial libreta a los pies de la cama: en diez segundos ya tengo cargado el Scrivener en la pantalla y el teclado mecánico se ilumina con su feria de de leds RGB. El ruido del tableteo de las teclas Blue Cherry me reconforta, pero no calman el ansia.
El ansia me pide que cuente algo: me pide la verdad.
Recuerda, realizar esta actividad en condiciones de igualdad requiere un sacrificio.
Sólo uno: contar la verdad, aunque sea mentira.
Como decían The Ramones: «Hey, ho!, let’s go!».
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